Historia del Rito
El torico de la cuerda, el festejo del cortejo, de amor.
El rito atávico se ha sacralizado mediante la fiesta de la Flor o de la Borla; o con la intervención de la Virgen de la Asunción o San Roque.
Pese al paso del tiempo, las fiestas del Torico no han sufrido cambios significativos, preservando la mayoría de ritos y toda su carga alegórica, su sabor y autenticidad, toda su esencia latente.
Desde los orígenes de la humanidad, el toro, el más poderoso de los animales, de energías temibles y cornamenta fálica, ha sido considerado mágico, sagrado. Las distintas culturas lo han considerado el símbolo de la fuerza física en su máximo grado, del vigor incontrolable, tanto agresivo como sexual. Se le asociará, pues, con el poder genésico del macho y con la fertilidad de la hembra, con el sol y con la luna, con la vida y con la muerte; con la resurrección.
Así, el tótem prodigioso intervendrá en diferentes prácticas religiosas, también en nuestra Península, que se convierten, además, en cruciales ritos de paso. Entrar en contacto con él supondrá un acto trascendente y de gran valor, en el que el mozo reafirmará su valía y su pertenencia al clan. Estas prácticas tan enraizadas serán asimiladas posteriormente por el cristianismo, ligadas a la intercesión de la Virgen o a los milagros de santos taumaturgos. Al mismo tiempo, formarán parte del complejo sistema ritual que acompaña al ciclo productivo, orientadas a conseguir la intervención de los intermediarios sagrados en la incontrolable e impredecible naturaleza, que tanto condiciona la vida del agricultor. Serán fundamentales en las fiestas de cosecha, que marcan los tiempos en sociedades agrarias.
Toro enmaronado
Una de estas ceremonias ancestrales, muy arraigada en diferentes regiones de nuestro país, será la del “Toro enmaromado”. Y una de sus manifestaciones más singulares es nuestro Torico de la cuerda.
Aquí, el rito atávico se ha sacralizado mediante la fiesta de la Flor o de la Borla; o con la intervención de la Virgen de la Asunción o San Roque. Éstos aluden a la resurrección e impregnan de espíritu cristiano estos festejos emparentados con los de los antiguos pobladores íberos, en torno a la fecundidad.
Los primeros documentos escritos que hacen referencia explícitamente a este festejo son los que aparecen en las actas de 1.649 y posteriores, contenidas en un libro de Juradería del Archivo Municipal.
También varias leyendas situarían su origen en el siglo XIII y en el XVII, pero parece evidente, por las características de su desarrollo, que nos encontramos ante un ritual muy anterior, como hemos destacado y que va mucho más allá de la conmemoración de un regalo, del rito lúdico o gastronómico, como insinúan los relatos locales.
El “Torico” contiene elementos, como el mismo hecho de llevarlo a la casa de la mujer, en la época de la recolección, de cosecha, que lo emparentan, intrínsecamente, con estas ceremonias de fecundidad precristianas.
Ritos de transición biográfica, de presentación en sociedad, de cortejo y de amor; pero también de transición a otro ciclo vegetativo, de celebración por los frutos almacenados en las inmaculadas aldanas. Liturgias, en definitiva, necesarias para la perduración de la comunidad rural que requieren el protagonismo de los jóvenes, como es el caso, por ejemplo, de los clavarios.
El ritual del Torico
Así, el animal poderoso, telúrico y lustral, el prodigio de astas fálicas, genésicas, saldrá del toril tras la diana y las tres carcasas anunciadoras y se llevará a casa de la madre, de la novia o de la clavaria, con el máximo respeto; como el antiguo Toro nupcial, tan extendido por la península. El tótem, coronado por una vistosa badana se atará a la falleba y penetrará en el umbral de esas casas limpias, recién emblanquinadas, para que propicie la fertilidad de las personas y los campos. Porque ese es el objetivo esencial de este tótem entrañable, que se devolverá a la sierra tras lograr los fines rituales; nuestro excepcional Toro de vida.
Y a los mozos, a los oferentes, se les ofrecerá cordialmente, la mistela o el botijo de agua fresca, las “doseticas” del toro o los higos recién cogidos, alimentos cargados de un especial simbolismo. Porque, pese al paso del tiempo, las fiestas del Torico no han sufrido cambios significativos, preservando la mayoría de ritos y toda su carga alegórica, su sabor y autenticidad, toda su esencia latente.
Todavía perduran, lozanos, liturgias y personajes, como los mismos clavarios, que representan el leiv motiv de la juventud, del “festeo” o noviazgo; de la nupcialidad y la procreación; como los cantos de Ronda –similares en su sentido a nuestros desaparecidos Mayos-, los bailes de Torrás, las Grupas (con cabalgaduras aparejadas lujosamente, enjaezadas como el mismo astado) o las Cucañas, en las que los mozos compiten, en juegos de habilidad y fuerza, como el Tiro a garrote o la Torre.
Es el tiempo de la plenitud, del exceso, de la desmesura, de la inversión ritual, de la abundancia y esto subyace en todos los actos de esta festividad solidaria, igualitaria. Es el momento en que se rompe la monotonía diaria, del reencuentro, cuando retornan los ausentes y se abren, de par en par, las casas; de compartir la alegría, el empuje vital que solo puede traer el toro. Porque éste sigue siendo el elemento principal, el vehículo más eficaz en los fines rituales; en ese arriesgado juego donde el mozo demuestra su bravura y gallardía.
Así pues, el ritual no sólo ha resistido los envites del tiempo por su componente lúdico o religioso; también porque es un acontecimiento cultural de primer orden que se ha convertido en nuestra principal riqueza patrimonial. La fiesta influye en la creación plástica, gastronómica o musical; incluso en los juegos de los niños o en el lenguaje los dichos y las expresiones de los mayores; esos que transmiten su sabiduría para conducir dignamente el astado; como se transmiten los garrotes y pañuelos del clavario y los abanicos de la clavaria, como se trasmiten las borlas; es nuestro principal símbolo identitario.
A nivel sociológico, también es crucial, pues durante las carreras la gente colabora, ayuda y respeta; se dan episodios verdaderamente fraternos y solidarios. Una gran fiesta de tolerancia e integración, como se ve, también, durante los típicos almuerzos, donde la gente comunica, transmite alegría y comparte. La fiesta hermana y relega conflictos y problemas, crea estima y autoestima, crea identidad y empatiza. Por su gran riqueza constituye, pues, un valioso legado, siendo parte indisoluble de la cultura popular de nuestra región. Es, sin duda, nuestra mejor herencia.
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