En esta sección hemos destacado otras modalidades de toros enmaromados peninsulares que tienen ciertas similitudes en su origen o en su desarrollo ritual con nuestro Torico, como el, también ancestral, Toro Nupcial. En esta ocasión queremos destacar otro rito muy extendido, hasta hace dos siglos y medio, sobre todo por el oeste peninsular y que hoy pervive, siguiendo en mayor o menor medida esas fórmulas tradicionales, en localidades como Beas de Segura, Ohanes o Arroyo del Ojanco: el Toro de San Marcos.
Un festejo en el que el astado aparece, también, implicado directa y explícitamente en el culto cristiano, en su misterio más hondo como es la Eucaristía. Aunque, esta celebración unida a la festividad del santo Evangelista citado (el 25 de abril), fue prohibida en muchos lugares, como ocurre con la mayoría de este tipo de festejos populares ancestrales, por su posible origen pagano e idolátrico.
Así, diferentes fuentes escritas de los siglos XVI y XVII, nos cuentan la original ceremonia del rito, como las obras del padre Feijoo Teatro crítico o Cartas eruditas, que denuncia las más arraigadas “supersticiones” de los pueblos hispanos. En síntesis, era denominador común que la víspera de la festividad se dirigiera a la dehesa la cofradía de San Marcos para elegir un toro. Allí el mayordomo, utilizando una vara bendecida y diciendo una frase a modo de conjuro, llamaba al animal por el nombre de “Marcos” y le requería para que les acompañase a celebrar la fiesta del santo. En ese momento, el toro se amansaba, se dejaba conducir hasta el pueblo por el mayoral y permitía que las mujeres le adornasen el lomo con guirnaldas de flores y la cabeza con roscas de pan, así como que los niños le acariciasen. Al día siguiente, el de la fiesta, el toro seguía dócilmente la procesión detrás de la imagen del santo, entraba al templo, asistía al oficio religioso delante del altar mayor y, una vez que finalizaba la liturgia, se producía la transformación, cuando tras la Consagración de la misa mayor abandonaba el templo y recuperaba su bravura originaria.
También otros libros como La fiesta del Toro de San Marcos en el oeste penínsular, de José María Domínguez Moreno, nos ayudan a profundizar en este simbólico ceremonial que evoca la milagrosa actuación del santo frente a un animal poderoso y feroz convirtiéndolo en manso o dócil. Durante el rito que, como nos comentó el antropólogo Francisco J. Flores Arroyuelo, en el I Congreso Nacional del Toro de Cuerda (Chiva, 2002), se daban rogativas y súplicas de esa lluvia tan necesaria para el campo, a mediados de abril; o para la salud de los enfermos, a cuyas casas, en algunos lugares, se llevaba el tótem.
Por otra parte, resulta muy difícil determinar el origen del rito del Toro de San Marcos, aunque parece que hunde sus raíces en tiempos lejanos y una buena parte de su celebración, como ocurre con nuestro Torico, obedece a un proceso sincrético. Así pues, sabemos que, desde el Neolítico, el astado es venerado por ser vehículo de fecundidad, tanto de las gentes, como de los animales y los campos; y que, tras la llegada del cristianismo se asociará a San Marcos, como garante de esa fertilidad de las cosechas y del ganado. En esta línea, Juan Carlos Olivares Pedreño, en su estudio titulado El dios celta Bandua y el rito del Toro de San Marcos, plantea la hipótesis de que el origen de la celebración del Toro de San Marcos podría estar en antiguos rituales que se debieron realizar en honor del dios Bandua, una deidad peninsular anterior a la época de la dominación romana.
También es interesante la tesis que plantea Julio Caro Baroja en su libro Ritos y mitos equívocos, que defiende que una gran similitud entre las celebraciones ibéricas con las del mundo helénico en honor al dios Dionisos. Además sugiere que podría relacionarse, así mismo, por su fecha de celebración, con las fiestas romanas llamadas Rubigalia o Robigalia, que estaban destinadas a preservar a los trigos de la roña.
Lo cierto es que esta antiquísima fiesta de cosecha, de orígenes inciertos, en el que el toro se enmaroma para obligarle a que cumpla unos fines rituales ha sobrevivido en lugares emblemáticos de forma milagrosa. Así, queremos despedir el artículo, aludiendo a dos de estos municipios: Ohanes y Beas de Segura. Al primero, el de la localidad de la Alpujarra almeriense, hace mención un breve relato de Flores Arroyuelo que aparece en libro El toro de cuerda en España, que editamos en el citado Congreso celebrado en nuestra villa: “Allí, en la mañana del día del santo, se llevan dos toros ensogados en la procesión delante de su imagen, y conforme llegan a algunos lugares señalados del recorrido, siete en número, los jóvenes se abalanzan sobre ellos y por la fuerza les obligan a doblar las patas delanteras hasta dar en tierra en señal de adoración en lo que llaman el arrodillamiento”.
En cuanto a la descripción del segundo, más amplia, la extraemos de la web de la Federación Española de Toro con cuerda y hace referencia a los festejos de 1926, que conservaban el antiguo carácter piadoso o caritativo, Unas celebraciones organizadas los días 23, 24 y 25 de abril como “Gran Festival Benéfico” a beneficio de los pobres de la villa: “Las reses que inicialmente se corrían eran toros bravos de media casta, que los hombres de Beas domaban con habilidad y paciencia para dedicarlos a las tareas de labranza.
Todo comenzaba en la noche de Sábado Gloria durante la Misa del Resucitado cuando al tocar a Gloria el público estallaba de júbilo y hacía sonar los collares de cascabeles y campanillas utilizados para adornar a los animales durante San Marcos.
El Domingo de Resurrección, las cuadrillas de mozos se dirigían hacia los cortijos donde se sabía que había reses con la finalidad de “probar” a aquellos animales que tenían más cometividad y, si el dueño no tenía inconveniente, apalabrarlas para ser corridas el día de San Marcos. Llegado el 24 de abril los gañanes preparaban a sus animales para el festejo. Esa misma tarde o a la mañana siguiente procedían a uncirlos por parejas con el ubio y lentamente se dirigían hacia el pueblo donde las fuentes esperaban ansiosas para verlos llegar y dirigirse, sumisos a la voz de su gañán, a la Plaza de la Iglesia, los Portalillos o el Paseo, donde les quitaban el ubio, dejándolas con el soguero, una soga de poco más de veinte metros que servía a la cuadrilla para guiar las carreras del animal y evitar posibles cogidas. A partir de ese momento se sucedían las carreras, los saltos, los quiebros y un incesante juego entre hombres y reses, donde se ponían a prueba la habilidad y destreza de los hombres entre el regocijo, la admiración y el miedo de vecinos, medres, novias y hermanas.
En la mañana del día 25, tras las primeras carreras, se procedían a “cascar” a las reses, doblegándolas sin causarles daño alguno para engalanarlas con aparejos de tela y frontiles bordados con hilos de colores y espejuelos. Esta suerte se realizaba en los portales de las casas, introduciendo el soguero entre las hojas de las puertas, recogiendo poco a poco la soga desde dentro y sujetando la puerta para que el animal no entrara en el portal. A la voz “vamos al toro” los miembros de la cuadrilla se lanzaban sobre el testuz y el morrillo de la res, incluso antes de que esta hubiera amorrado completamente, para inmovilizarla; eran momentos de espectacularidad y no eran pocas las veces en las que, ante la embestida de la res, las puertas se abrían de par en par con el consiguiente sobresalto y galimatías que suponía verse en el portal toro y toreros revueltos, o aquellas en que los primeros que se lanzaban sobre el animal salían despedidos con violencia por el ímpetu del cabezazo de la res; esto también solía hacerse en las rejas o en las barreras de palos que protegían los portales de algunas casas, aunque la mayoría de ellas solían estar abiertas de par en par. A partir de ese momento las carreras se sucedían durante todo el día, corriendo unas reses mientras otras y sus cuadrillas descansaban y recuperaban fuerzas; carreras que sólo se interrumpían durante la procesión del santo, que portado en andas recorría las calles más céntricas.
Conforme la tarde iba cayendo y la fiesta tocaba a su fin, los gañanes procedían, con habilidad y parsimonia, a quitar a sus animales los adornos y atándolos con cortos ramales regresaban a sus cortijos, siendo frecuente que les diesen suelta para que ellos solos realizasen el camino.
Esto era en esencia el festejo, completado con la Diana, un pasacalles de la banda de música al amanecer del día 25 para anunciar a los vecinos la llegada del gran día, y así se mantuvo hasta finales de los años setenta, cuando las transformaciones económicas y sociales fueron provocando cambios derivados de la mecanización de la agricultura, la irrupción de usos y prácticas más propias de una sociedad urbana que de una sociedad rural y la aparición de disposiciones legales que regulan, con carácter restrictivo, los festejos taurinos de carácter popular”.
JCM
Centro de Interpretación del Torico (CIT)